Vengo de una familia donde el dinero era un tema de susurros. Mi bisabuelo inició un negocio, mi abuelo lo hizo crecer y mi padre lo consolidó hasta alcanzar ese punto cómodo de clase media-alta. Pero curiosamente, aunque el dinero fluía, hablar de él era tabú. «Estar agradecidos» era la consigna familiar – una lección valiosa, sin duda, pero que dejaba un vacío sobre cómo realmente funcionaba ese dinero por el que debíamos estar tan agradecidos.
Fue después de perderlos – a mis abuelos, a mi padre – cuando tuve una revelación desconcertante: nadie en mi familia había realmente invertido con conciencia. El dinero se ganaba, se guardaba, quizás se compraba una propiedad. Fin de la historia. Yo, la eternamente catalogada como «diferente» en mi familia, me encontré siendo la primera que se atrevió a preguntarse: ¿y si este dinero pudiera trabajar para mí en lugar de yo para él?

Mi hermano sigue mirándome con esa mezcla de curiosidad y preocupación cuando hablo de mis inversiones. Mis sobrinos, sin embargo, me miran con ojos brillantes. Ellos entienden instintivamente lo que a nuestra generación nos costó tanto ver: que el dinero es una herramienta, no un secreto familiar.
Las creencias limitantes son como fantasmas silenciosos que nos susurran al oído: «Tú no sabes de esto», «El dinero corrompe», «Mejor lo seguro que lo incierto». Durante años, esos fantasmas me paralizaron. La muerte repentina de mi padre me dejó con una herencia y un pánico absoluto. Delegué todas las decisiones: al gestor del banco, al asesor fiscal, al abogado. A cualquiera que pareciera saber más que yo.
Hasta que un día descubrí que algunos de ellos estaban equivocados. Otros, simplemente priorizaban sus intereses sobre los míos. Y entonces me enfadé – no con ellos, sino conmigo. Había estado evitando responsabilizarme de mi propio bienestar financiero.

Hace apenas un año, tomé una decisión radical: aprender todo lo necesario para gestionar mi propio patrimonio. No fue fácil. Hubo noches de insomnio descifrando términos financieros, semanas comparando estrategias de inversión, momentos de pánico pensando que lo estaba haciendo todo mal. Pero también experimenté algo inesperado: un sentimiento de autonomía y poder que jamás había conocido.
¿Todavía dudo? Por supuesto. Hay días en que me pregunto si estoy tomando las decisiones correctas. Pero he aprendido que esa voz de duda es saludable – me mantiene alerta, me empuja a seguir aprendiendo. La diferencia es que ahora esa voz ya no me paraliza.
Lo que más me apasiona ahora es ver cómo otras mujeres despiertan a esta misma realización. Porque no se trata solo de hacer crecer el dinero – se trata de algo mucho más profundo: reclamar nuestra autonomía, desafiar esas voces internas que nos dicen que «las finanzas no son para nosotras», y construir una seguridad que nos permita ser más generosas, más libres, más nosotras mismas.
Por eso creé BÖLDDESS, no solo como un proyecto de educación financiera, sino como un movimiento de liberación. Porque cuando una mujer toma las riendas de su dinero, no solo cambia su cuenta bancaria – cambia su relación con el poder, con sus posibilidades, con su futuro.
Si estás leyendo esto y sientes ese nudo en el estómago que te dice «yo no podría», déjame decirte algo: yo tampoco creía que podría. Hasta que lo hice. Y si yo pude romper con generaciones de silencio financiero, tú también puedes.
Sé valiente. Sé curiosa. Sé la primera inversora de tu familia.
